A pesar de que en octubre de 2003 la Asamblea General de Naciones Unidas exigió que se suspendiese su construcción (que había sido iniciada un año antes), el muro que separa Israel de los territorios palestinos de Cisjordania se levanta imponente y sobrecogedor a lo largo de 700 kilómetros de tierra casi desértica, aislando así a los miles de palestinos que se encuentran dentro de sus límites, y sometiéndolos a la continua humillación de mostrar, una y otra vez, su documentación para moverse por territorios que antes les pertenecían.
Parte del muro que rodea la ciudad de Belén |
Nadie puede entrar o salir de las poblaciones ‘sitiadas’ por el muro sin mostrar su pasaporte a las fuerzas de seguridad israelíes y someterse a los más estrictos controles de seguridad. Y es que, a pesar de que la decisión adoptada en 2003 por el principal órgano deliberativo de la ONU fue respaldada por 144 países, el carácter no vinculante de la misma, y la oposición de Israel y su eterno aliado, Estados Unidos, propiciaron que aquellos primeros metros construidos siguieran avanzando hasta convertirse en lo que hoy es el Muro de la Vergüenza.
También el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya determinó, en julio de 2004, que el muro, cuyo avance parecía ya imparable (y de hecho así fue), violaba el derecho internacional humanitario y que debía ser demolido. Su construcción, dentro del territorio ‘ocupado’ de Cisjordania, aislaba entre sí a comunidades de familias, separaba a campesinos de sus tierras y a los palestinos de sus lugares de trabajo, centros educativos y de salud, y de otros servicios esenciales. Además, su trazado violaba la ‘línea verde’ reconocida por la comunidad internacional tras el armisticio que puso fin a la guerra árabe-israelí de 1948.
Pero Israel hizo caso omiso de la decisión, tampoco vinculante, del máximo órgano judicial de Naciones Unidas. Para el Gobierno israelí (entonces liderado por Ariel Sharon) el muro tenía como objetivo evitar que entrasen en territorio israelí miembros de los grupos armados palestinos, así como armas y explosivos procedentes de Cisjordania. La denominada por algunos como Intifada de Al-Aqsa, o Segunda Intifada, iniciada en septiembre de 2000 en Jerusalén (las Brigadas de los Mártires de Al-Aqsa consideraron una provocación la visita de Ariel Sharon a la explanada de las mezquitas de Jerusalén y hubo enfrentamientos entre israelíes y palestinos que se saldaron con decenas de muertos) fue una de las razones esgrimidas para erigir el muro.
Inmensas cárceles de hormigón
Pero ya han pasado nueve años desde que comenzara a levantarse y miles de palestinos están recluidos en esas inmensas cárceles de hormigón que les impiden la libre circulación fuera de las poblaciones en las que se encuentra muro. Ciudades como Betania (con 50.000 habitantes) o Belén (con 125.000) se levantan cada mañana contemplando el paisaje gris de una compleja estructura que incluye alambradas de espino, zanjas, zonas de arena fina para detectar huellas, torres de vigilancia, caminos asfaltados a cada lado para permitir patrullar a los carros de combate, así como zonas adicionales de defensa y áreas restringidas de diversa profundidad. El diseño del trazado –como así lo ha denunciado Amnistía Internacional en repetidas ocasiones- responde al objetivo de rodear los más de 50 asentamientos israelíes donde viven un 80% de los colonos, incluyendo extensas áreas de tierra alrededor de ellos.
Su altura, de 10 metros, impide a los palestinos de Belén ver, al otro lado, la ciudad de Jerusalén, sagrada para las tres religiones que, más que convivir, cohabitan en territorio israelí (de los poco más de siete millones de habitantes que tiene Israel, el 12% son musulmanes, el 8%, católicos, y el resto, judíos). Y es que Jerusalén y los territorios y asentamientos israelíes que se encuentran en las proximidades del muro están completamente blindados. No es posible pasar los férreos controles que circundan Jerusalén, la ciudad más grande de Israel con un millón de habitantes, sin enseñar el pasaporte a las fuerzas policiales que custodian sus accesos. Soldados armados suben a los autobuses de turistas para comprobar que todo está en regla. Jerusalén es la ciudad que todos quieren “pero que ninguno podrá tener”. Así, al menos, lo piensan muchos palestinos, que ansían una solución pacífica a tantos años de conflicto con sus ‘vecinos’ israelíes.
Desde Betania, localidad situada a tres kilómetros de Jerusalén, sólo es posible acceder a la ciudad ‘prometida’ dando un rodeo de 13 kilómetros. Y es que, al margen de otro tipo de consideraciones, hay un hecho probado que está fuera de toda duda: los palestinos no pueden moverse libremente por Israel. Incluso para viajar fuera del país deben hacerlo a través de Jordania, puesto que los vuelos desde Tel Aviv, la capital, están ‘vetados’ para ellos. Y, en cualquier caso, siempre necesitan unos permisos especiales que no siempre consiguen. Las trabas burocráticas hacen que muchos desistan en el intento. Sólo los guías turísticos pueden desplazarse, con una relativa libertad, fuera de los límites impuestos por el Gobierno israelí; pero siempre y cuando acompañen a un grupo de turistas. Si no, la Policía los detiene y los mete en la cárcel.
E incluso en estos casos, cuando actúan como guías de los millones de peregrinos que visitan la Tierra Santa, sufren constantes humillaciones cuando tienen que acceder, por ejemplo, al lugar en el que se encuentra el Muro de las Lamentaciones, en pleno centro histórico de Jerusalén. El viernes cuando se pone el sol, momento en que comienza el Sabbat, día sagrado para los judíos, los accesos al Muro están repletos de controles policiales. “Tú no eres ciudadano israelí”, le grita con prepotencia un policía a uno de los guías turísticos (palestino que profesa la religión cristiana ortodoxa) que, por cierto, tiene todos sus papeles en regla.
Por eso, los palestinos (que casi con toda probabilidad verán cómo en septiembre la ONU desestima sus pretensiones de reconocimiento como estado independiente) reclaman su derecho a moverse libremente y niegan que la defensa de sus derechos (a través de la violencia armada en muchos casos, hecho éste que no se puede obviar) pueda ser considerada terrorismo. Incluso algunos de ellos están en desacuerdo con las, a su juicio, “concesiones” que ha hecho en los últimos tiempos la Autoridad Nacional Palestina (ANP). No entienden que se esté permitiendo esta situación de aislamiento y casi encarcelamiento. “La ANP ha cedido a las pretensiones de Israel”, piensan algunos de ellos, pero siempre con la mirada puesta en el mes de septiembre. “Si el régimen egipcio cayó, si Gadafi ha caído… todo puede pasar. Es difícil… pero todo puede pasar”.
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