Ni se ha ido ni se irá. Al menos, de momento. No hasta que se celebren las elecciones presidenciales de septiembre. Hosni Mubarak se ha aferrado al poder y está decidido a cumplir su deseo de “morir en Egipto” como dijo en su comparecencia del pasado 1 de febrero, el mismo día en que más de un millar de egipcios se manifestaron en la plaza de Tahir, la plaza de la liberación de El Cairo, para exigir el fin de su mandato.
De nada le están sirviendo las 'recomendaciones', cada vez más insistentes y aparentemente autoritarias, de Estados Unidos, su hasta ahora sempiterno aliado, para que comience ya la transición hacia un proceso democrático que acabe con más de tres décadas de autocracia traducida en un permanente estado de emergencia, de recorte de libertades, de abuso de poder presidencial y policial, y de injusticias sociales que han derivado en el 'basta ya' del pueblo egipcio.
La juventud, tomando el ejemplo de lo ocurrido en Túnez (derrocamiento del presidente Ben Ali tras multitudinarias manifestaciones en su contra), tomó el poder de la censurada comunicación egipcia a través de las redes sociales y ha salido a la calle para desafiar al régimen dictatorial. "Nada les va a parar hasta que Mubarak se vaya; lo van a matar", dice un egipcio afincado en Madrid, partidario también de que el autócrata deje el sillón presidencial.
Mubarak sabe, y el resto de líderes de la Liga Árabe también, que su marcha desencadenaría la caída de las autocracias de Oriente Próximo una tras otra. Si el pueblo triunfa en Egipto, triunfará en el resto de países árabes. No es el bienestar de su pueblo lo que preocupa ahora a Mubarak, decidido, parece, a emprender las reformas que no ha llevado a cabo durante sus 30 años de mandato. Los países de la Liga Árabe le están pidiendo, casi con toda seguridad, que aguante y no deje caer el régimen. Aunque no lo hagan públicamente (estaría mal visto y alentaría a sus opositores a salir con más fuerza a la calle), los regímenes autócratas de Oriente Próximo le piden al faraón egipcio que resista. Saben que si él cae, lo harán ellos después. El efecto dominó es imparable.
Es cierto que muchos de ellos, a favor de la causa palestina (región que también forma parte de la Liga), apartaron a Egipto de su organización regional cuando Mubarak selló la paz con Israel en 1979. Una de las razones de ser de la Liga Árabe era, precisamente, que la minoría judía que residía en el entonces Mandato Británico de Palestina cuando el organismo fue creado (1945) no consiguiera convertirse en lo que hoy es el estado de Israel. No le perdonaron a Egipto, a Mubarak, que traicionara uno de los principales objetivos para los que fue creada la organización, aunque al cabo de 10 años lo volvieran a admitir. Pero ahora saben que Mubarak es el rey en un tablero de ajedrez, el de Oriente Próximo, en el que un jaque mate no supone el final de la partida.
De hecho, muchos de ellos ya están adoptando reformas para evitar que les suceda lo que a su homólogo Ben Ali, que se vio forzado a abandonar Túnez tras la presión de las calles y de sus propios generales. El Ejército, sin duda, jugó un papel determinante; el mismo que puede estar jugando en Egipto. Si Mubarak dijo que, como militar, no iba a dejar el país precisamente en un momento como el actual, es un claro indicio de que cuenta con el respaldo de las Fuerzas Armadas, a pesar de que Estados Unidos haya estado negociando, aparentemente, la salida de Mubarak para acelerar el proceso de transición para que todo vuelva a la normalidad. Ése es el deseo de Barack Obama, de la Unión Europea, de las Naciones Unidas y de otro de los tradicionales, y convenientes, aliados de Egipto: Israel.
Todos quieren, ansían, la vuelta a la normalidad y piden al faraón que el proceso de transición comience ya... todos menos Angela Merkel. La canciller alemana, visionaria quizás o la única que dice en voz alta lo que todos piensan sin decirlo, considera que todo requiere su tiempo y que, aunque el paso a la democracia es necesario, un tránsito inmediato no es lo más deseable. Evolución, que no revolución como ha ocurrido en Túnez. Que Mubarak se vaya, pero no ahora.
Es preciso que los ánimos se calmen para evitar una radicalización de la población hacia las ideas que defiende el islamismo radical. Porque ése, y no otro, es el principal temor de los países occidentales y de Israel: el aprovechamiento de la situación por parte de los islamistas radicales como ya ocurrió en Irán con el ayatolá Jomeini en 1979. La permanencia ahora de Mubarak no garantiza que el salafismo yihadista, por ejemplo, no saque partido del cambio de régimen en el futuro; pero si los ánimos se calman y las mentes se serenan, será más difícil que el pueblo, tras décadas de opresión y ansioso de un cambio drástico que mejore su situación, pueda ser manipulado por las ideas aparentemente moderadas de grupos que se presenten como alternativas al régimen dictatorial de Mubarak.
Ya ocurrió con Jomeini cuando dirigió la revolución que derrocó al Sha Reza Pahlevi en 1979. Entonces fue aclamado como líder religioso de la revolución en Irán, pero en cuanto se hizo con el poder, además de establecer una república islámica rompió lazos con Estados Unidos y llamó a los musulmanes a luchar contra los, por él considerados, imperialismos estadounidense y soviético.
Y eso es, precisamente, lo que no quiere la Administración Obama que ocurra en el país de los faraones (hoy, el ayatolá Ali Jameneí de Irán ha pedido a Egipto que instaure un régimen islámico tras la salida del poder de Mubarak). Por eso quizás el enviado especial de Estados Unidos a Egipto, Frank Wisner, haya tomado como buenas las iniciativas que está adoptando Mubarak (ha anunciado reformas con carácter inmediato y la cúpula de su partido ya ha sido apartada del poder) y por eso ha afirmado que el país está dando pasos firmes hacia una solución pacífica y que quizás Mubarak debería liderar la transición.